MERCURIO Y ARGOS
Este cuadro de Diego Rodrigues da Silva Velázquez, pintado seguramente en 1659, es tal vez el último de composición que salió de sus pinceles y formaba parte de una serie de cuatro mitologías destinadas a ser colgadas en alto, sobre las ventanas, lo que explicaría su formato longitudinal y el juego de contraluces, del Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid, cuyo programa iconográfico pretendía ilustrar simbólicamente el papel de los Habsburgo españoles como defensores temporales de la fe católica, lo que acaso explicaría el tema. Los tres primeros de la serie se perdieron en el incendio de la Navidad de 1734 y éste, aunque se salvó, sufrió también algunos desperfectos que aconsejaron luego añadirle sendas tiras en los bordes superior e inferior.
I. ANÁLISIS.
1. Materia y técnica.
Pintado al óleo sobre un lienzo, montado sobre bastidor de madera, de 2,48 por 1,27 metros que, antes del añadido de las bandas superior e inferior, tenía 83 centímetros de ancho. En el centro, sobre el hombro izquierdo de Mercurio y en ese mismo costado, se advierten a simple vista algunos de los característicos pentimenti (arrepentimientos) velazqueños, lo que muestra el empleo de la técnica veneciana (inventada por Giorgione y habitual en Velázquez) de pintar directamente, sin bocetos ni dibujos previos, con sucesivas capas de pintura, lo que permite lograr «mayor espontaneidad, colorido y frescura.»1 Ya en 1818 el catalogador Eusebi dice que «es cuadro pintado a la primera vez» aludiendo a esta libertad técnica.2 Jonathan Brown insiste en esta característica cuando lo describe así: «Visto el lienzo desde lejos, las suaves gradaciones de luz contribuyen a producir unas formas convincentes y encarnadas, sólidamente fijadas en el espacio. Al acercarnos, sin embargo, el lienzo es una confusión de rudimentarias pinceladas sobre la superficie, que a veces apenas cubren la clara capa de imprimación.»3 Se trata justamente de esa técnica «abocetada» o «acuarelada», de amplias pinceladas, densas o transparentes, que tanto apasionó a los impresionistas.4
2. Forma. a) Descripción: La pintura representa el momento en que Mercurio, a la izquierda, se dispone a asesinar a Argos, que permanece dormido a la derecha. Detrás de Mercurio, Io, transformada en vaca, mira hacia la izquierda. El punto de vista, casi a ras de suelo, se ha relacionado con el lugar en que se iba a colgar el cuadro, igual que el contraluz en que están Io y el mensajero de los dioses se relaciona con el contraluz de la ventana ya aludido. También se ha encontrado en las piernas de Argos semejanza con las del Galo moribundo que Velázquez vería en Roma. Nada en la escena permite pensar en el mito clásico contado por Ovidio. Argos parece un vulgar pastor en el sopor de la siesta y Mercurio un viajero alevoso que aguarda el instante del sueño para atentar contra su huésped.
b) Conformación: La composición es típica en Velázquez; la encontramos en sus dos obras cimeras, Las meninas y Las hilanderas; en la Venus del espejo, de su época de espléndida madurez, y en la Coronación de la Virgen de su etapa sevillana. En las cabezas de los dos hombres terminan las ramas de una V que se unen en el punto donde se tocan el pie del pastor y la rodilla del viajero. No obstante, el cuadro tiene un ritmo primario pautado por los brazos del mensajero y la pierna, el brazo y el pecho del pastor («hay en esta figura... algo de la euritmia de los personajes de las esquinas de los frontones clásicos»5). Detrás, la vaca parece amortiguar la fuerza de este ritmo rimando con el formato del cuadro. La estructura viene determinada por la acción que se narra: Argos, cuya figura se realza mediante toques de luz, duerme y Mercurio, desde una penumbra cautelosa y cómplice, comienza a levantarse sigiloso con un movimiento hacia adelante y abajo, como para ver en el rostro de Argos la confirmación de su sueño, mientras ya levanta la espada. La vaca, ajena al silencioso drama, vuelta hacia izquierda, parece subrayar el movimiento de Mercurio. Es decir, hay una línea de tensión que recorre el torso del mensajero y, a través de su mirada, sube luego en diagonal hasta el rostro semioculto del pastor en una esquina del cuadro. Los contraluces de la vaca y el viajero nos llevan la mirada hasta la luz que juega con la anatomía del pastor, protagonista indiscutible de la escena.
3. Tema. Júpiter, padre de los dioses, persigue a la ninfa Io y la envuelve transformado en nube; pero ante la vigilancia celosa de Juno, su esposa, la oculta transformándola en ternera. Juno, suspicaz, se la pide como regalo, a lo que Júpiter no se niega, y se la entrega a Argos para su custodia, porque era fama que Argos tenía la cabeza ceñida por cien ojos, de los que sólo la mitad dormían mientras la otra mitad velaba. Júpiter entonces envía a Mercurio para que robe la ternera, quien, tras dormir a Argos con el poder de su flauta, lo asesina y se lleva a Io. Juno entonces esparció los ojos de Argos en la cola de los pavos, su ave favorita.
Correggio ya había pintado este tema eligiendo el momento en que Júpiter, metamorfoseado en nube, abraza a Io. Rubens vuelve al tema y, barroco, elige el momento del drama. Lo mismo hace Velázquez, también barroco.
II. SIGNIFICADO.
1. El estilo barroco. El estilo, que no define las formas, la forma, que medio se oculta y medio se desvela entre la penumbra y la luz, y el tema, que anuncia un drama confusamente impulsado por el furor olímpico, nos indican las características básicas del barroco. Más aún, no hay líneas, sino manchas; los rostros, semiocultos, son manchas en la penumbra; las piernas, en cambio, se hacen protagonistas en el centro del cuadro modeladas por la luz; los héroes parecen caminantes vulgares y sólo una atenta lectura -¿qué hace Mercurio?, ¿es una espada lo que empuña?, ¿es una flauta lo que hay bajo la espada?, ¿la vieja vaca juega algún papel?, ¿son alas las que salen del chambergo de Mercurio?- nos permite adivinar el drama que se avecina. Si pensamos en la claridad meridiana, temática y estructural, de las obras del Renacimiento -El nacimiento de Venus de Botticelli o la Escuela de Atenas de Rafael o la misma Io y Zeus de Correggio-, el contraste es evidente. Aquí la contradicción y el equívoco se hace estilo. Puro barroco.
2. Las circunstancias históricas del barroco. Es la confusión típica del mundo y del arte barrocos. Un mundo que siente que le falta el suelo bajo los pies porque ya no está seguro de que su mundo, la Tierra, sea el centro de todo lo creado. Porque ha visto el magisterio espiritual de Roma combatido triunfalmente. Porque ve la Monarquía -el eje y fundamento del orden social- contestada en Inglaterra y en Holanda. Porque ha visto a los filósofos convertir la duda en principio metodológico de un sistema que cuestiona todo el saber antiguo. ¿Quién puede estar ya seguro de nada? No muchos años después Valdés Leal expresará en las Postrimerías este desencanto que produce todo lo terreno y Murillo tratará de engañarse y engañarnos pintando almibaradas Vírgenes y pilluelos. De esta situación de crisis social, política y espiritual surge el barroco como estilo de una época. Las formas se desconyuntan y el equívoco se hace protagonista en las obras. La verdad ya no es un duro e impenetrable prisma de mármol blanco bañado por el sol del mediodía. ¿Hay acaso una Verdad? Por eso las figuras de Velázquez se esfuman borrosas entre la luz y la sombra. Las personas y las cosas son efímeras como un sueño -Antonio de Pereda pinta El sueño del caballero, Calderón escribe La vida es sueño y don Quijote ha visto transfigurarse los castillos en ventas y los gigantes en molinos-; sólo el espacio y la luz permanecen. Pero hay más. En España la Monarquía de su Majestad Católica atraviesa en esos momentos por una gravísima crisis política, que ha terminado con su hegemonía europea y pone en peligro la unidad peninsular -la unidad de España- tan pacientemente lograda. Las Provincias Unidas -Holanda- se han separado definitivamente del Imperio. Los famosos tercios castellanos, invencibles desde el Gran Capitán, han sido derrotados en los mismos escenarios de sus resonantes victorias. El reino de Portugal se ha separado virtualmente de la Monarquía y el principado de Cataluña amenaza también con hacerlo. Finalmente Madrid, la capital del otrora imperio más poderoso del mundo, está llena de mendigos harapientos, de pícaros buscavidas y de buscones desalmados, mientras la orgullosa nobleza se encierra en sus ricos palacios desentendida de la cosa pública, cuando se dispone a recibir la embajada que hará la petición de la mano de la infanta María Teresa para Luis XIV de Francia, con que se sellará la firma de la Paz de los Pirineos, de la derrota.6 ¿Qué de extraño tiene, pues, que en medio de este panorama desolador las formas pierdan sus contornos, los centros de interés se descentren, las acciones queden indeterminadas y los dioses se conviertan en pillos? Si además recordamos el programa iconográfico de la decoración del Salón de los Espejos, cabe aún apurar un poco más la interpretación del tema: ¿Cabría ver en el drama que se cierne sobre Argos una advertencia sobre la necesidad de mantener continuamente la guardia?
3. La recreación velazqueña del barroco. Tanto el color terroso, sobre el que destaca el rojo de la capa de Mercurio, como el empaste sumario y la pincelada amplia son inconfundiblemente velazqueños. Cuando buscamos la clave de este estilo y recorremos la superficie del cuadro tratando de entender esas «rudimentarias pinceladas», encontramos que «el efecto se multiplica por toda la superficie del lienzo, de tal suerte que, querámoslo o no, nuestra mirada y nuestra mente van y vienen vertiginosamente entre la causa y el efecto de la luz y las formas, entre los medios y los fines de la pintura. Al revelar sus procedimientos técnicos en vez de ocultarlos, Velázquez nos hace ahora partícipes del milagro de la creación artística.»7 Si observamos el tema, sucede lo mismo. El tema de este cuadro, acabamos de verlo, es un drama; pero un drama sugerido; es el espectador, con su imaginación, quien debe completarlo y darle fin.«En el cuadro la capacidad de la pintura se identifica con el poder de la sugerencia.»8 Nada parecido al tratamiento que Rubens hace del mismo tema, donde la acción de Mercurio es estridente y la ternera muge espantada del asesinato que se desarrolla ante sus ojos. Rubens es explícito en tanto que Velázquez busca la complicidad del espectador para recrear el drama. Ya en Las meninas, donde toda la atención se centra en los reyes sin que los reyes aparezcan en el cuadro, el pintor expuso una lección magistral sobre esta manera de tratar los temas. Estamos ante un barroco quintaesenciado. «Velázquez ha llegado de manera intuitiva a comprender la naturaleza dual del arte de la pintura, es decir, su capacidad para crear formas y a la vez expresar su propia esencia.»9
III. VALORACIÓN CRÍTICA.
1. El Mercurio y Argos en el conjunto de la obra de Velázquez. Cuando Velázquez pinta este cuadro tiene ya sesenta años, está en la plenitud de su madurez artística, pero le queda tan sólo uno más de vida. Hace tres que ha pintado Las meninas, acaso su testamento artístico y sin duda su obra maestra. Formado en Sevilla, bajo la dirección de Francisco Pacheco, que insistía en la importancia primordial del dibujo, en el estudio riguroso del natural y de los efectos de luz que imponía el caravaggismo, Velázquez conservó esta doble preocupación hasta el final de sus días y determinó con ello las dos características quizá fundamentales de su pintura: La desmitificación de los temas clásicos y, consecuencia lógica, el inicio de la desvinculación del color-luz de las formas. Cuando algunos le censuraron porque desaprovechase su talento con los temas groseros de la realidad cotidiana, respondió «que más quería ser primero en aquella grosería, que segundo en la delicadeza.» Pero en este su primer estilo vigorosamente naturalista existe un divorcio entre la forma, dura y compacta, de calidades ceroplásticas, y la luz, una luz lunar sin atmósfera, que la golpea violentamente: El aguador de Sevilla, la Vieja friendo huevos y Jesús en casa de Marta y María, donde ya el tema enunciado se oculta detrás de una escena costumbrista, ilustran este estilo. De su primer viaje a Italia en 1630 se trae dos grandes cuadros: La túnica de José y La fragua de Vulcano. En ellos comienza su preocupación por el espacio atmósfera y los efectos mágicos de la luz; en ellos se despreocupa del dibujo y asimila la lección de los venecianos. En la Fragua se inicia de alguna manera el camino que culminará en el Mercurio y Argos. El dios del fuego se desdibuja en la semipenumbra del segundo plano (observad el brazo izquierdo), mientras que en el centro del cuadro se yergue la figura esbelta del herrero que da la espalda al espectador. Sólo Apolo aparece con los atributos de un dios, una concesión al gusto italiano; los restantes personajes son -incluso Vulcano- hombres mortales en un taller como tantos otros, nadie diría que se trata de la divina fragua. Como antes hiciera con El triunfo de Baco (Los borrachos), Velázquez sigue insistiendo en la búsqueda revolucionaria de la verdad íntima de las cosas, rompiendo mitos. Al fondo otro operario queda reducido a un estudio de volúmenes en el que la distancia borra los contornos: La pincelada ágil y suelta nos dice que ya ha aparecido el mejor Velázquez. Su segundo estilo madrileño está dominado por la solución al problema de insertar las figuras en el espacio y en la atmósfera. El cuadro de Las lanzas es buena muestra de ello. Y el prodigioso retrato del príncipe Baltasar Carlos a caballo en el que el toque de pincel y el color, liberados de la tiranía del dibujo que le impuso su suegro Pacheco, alcanzan ya esa diafanidad y transparencia que encantará a los impresionistas. Al lado de los descubrimientos técnicos persiste el mismo afán desmitificador e iconoclasta, la búsqueda continua del sentido de la vida: Nada más lejos del mito del glorioso caudillo vencedor que ese humanísimo Ambrosio de Spínola, que en La rendición de Breda recibe las llaves de Justino de Nassau, o ese Marte desnudo y cansado del mostacho soldadesco, antihéroe absoluto, cuya mirada se pierde en la sombra del morrión, claro avance del cuadro que comentamos. O esos retratos de Felipe IV, sobrios y melancólicos, en los que se expresa el «adiós más conmovedor a un Imperio», que transmiten «la melancolía de un crepúsculo fatal como el de los astros.»10 Entre 1649 y 1651 Velázquez permanece de nuevo en Italia donde pinta los portentosos retratos de Juan de Pareja y de Inocencio X -otra vez la destrucción del mito-. Las figuras, los volúmenes son pura síntesis de aire y luz. El camino hacia Las Meninas, hacia el Mercurio y Argos, está ya expedito. Pero antes -¿o después?-, ya en Madrid, pinta La fábula de Palas y Aracné, aunque oculta el teórico tema central tras la escena de unas hilanderas trabajando en su taller. De nuevo la voluntad iconoclasta, la burla de la cultura oficial (quizá no fuera burla sino juego retórico puesto que pretendía la cruz de Santiago). Por fin queda resuelto el problema del espacio-tiempo-movimiento-color, todo ello, como en una mónada de Leibnitz, contenido en un cuadro genial. Las cosas, las personas, para la retina del pintor, no son lo que son o aparentan ser, sino pura mancha de luz, pura fugacidad temporal. La pintura oficialista de un Rubens o un Van Dyck era una pintura eidética, pintaba, petrificaba una idea, paralizaba una forma, creaba un mito, porque era una pintura al servicio del poder y el poder necesita mitos para sostenerse. Velázquez hace un descubrimiento revolucionario:«que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada.»11 En Las meninas culmina su obra con una última revolución. En sus cuadros de juventud Velázquez pinta la realidad, en Las meninas pinta el efecto de la realidad; la realidad está fuera del cuadro, pero todo en el cuadro se la anuncia al espectador, que de nuevo tiene que reconstruirla a partir de las pistas que le da el pintor. La pintura convertida en juego, en adivinanza, como en la Venus del espejo, donde el pintor invita al espectador a imaginar a la diosa, mientras los otros pintores se limitan a mostrarla. Arte de la imaginación y de la sugerencia. Pura Sevilla. Si Las meninas es la cumbre de su pintura, Mercurio y Argos es un digno epígono. La factura es prodigiosa, sencillamente magistral, y la solución del tema recoge todas las claves ya enunciadas, el mito se hace cotidiano, histórico, humano, y la evidencia se hace sugerencia. Con todo, justo es reconocerlo, Velázquez tuvo la inmensa fortuna de encontrar un mecenas, el rey, que supo apreciar su arte (¿adónde habría llegado Murillo con una tal fortuna?), porque el Sevillano es la antítesis del pintor de corte, y le permitió pintar Las meninas para colgarla en su despacho, algo que sin duda no habría hecho ningún rey de su época. Sabemos, por ejemplo, que una dama de Zaragoza le rechazó un retrato porque «en todo no le agradaba, pero en particular que la valona que ella llevaba, cuando la retrató, era de puntas de Flandes muy finas» y el pintor la hizo sin duda con cuatro pinceladas.12 Afortunadamente el rey sabía que no es misión de un artista pintar puntillas de Holanda.
2. Velázquez en su época. La pintura barroca tiene su origen en dos maestros indiscutibles: Michelangelo Merisi, il Caravaggio, y Annibale Carraci. El primero reacciona contra el refinamiento manierista estudiando apasionadamente la realidad más grosera y golpeándola luego con una violenta luz lateral que la transfigura. El segundo, inspirado también en la realidad, trata de recoger lo mejor del clasicismo renaciente creando el prototipo de la pintura gesticulante, propagandística y cortesana del barroco. La influencia del Caravaggio se extiende por toda Europa, España y Holanda principalmente, entre pintores que convierten su arte en una reflexión intimista o mística. Ribera, La Tour, Van Delft y, sobre todo, Rembrandt son destacados seguidores de esta tendencia. En cambio, el clasicismo de los Carraci tiene naturalmente su mejor sitio en los palacios de reyes y príncipes. Para ellos pintan sus bóvedas los Cortona, Pozo, Reni, Domenichino, Guercino... Inspirado en este estilo, Rubens lo difunde y hace famoso en todas las cortes europeas y su discípulo Van Dyck será pintor de cámara de Carlos I de Inglaterra y el favorito de la nobleza. En Francia, frente a los pintores grandilocuentes y cortesanos de la Academia, sobresalen el citado La Tour y la fuerte y solitaria personalidad de Nicolás Poussin, que reconstruye con rigor arqueológico y plástico escenas clásicas en que alienta el espíritu trágico del barroco. Lo mejor de la escuela española del Siglo de Oro es fundamentalmente caravaggista, desde Ribalta hasta Valdés Leal. Velázquez es condiscípulo en Sevilla de Alonso Cano y de Francisco Zurbarán y todos ellos estudian afanosamente el estilo del maestro italiano traído por Ribera; pero sólo Velázquez logrará convertirse »no sólo [en] el más glorioso, sino en muchos aspectos [en] el más fiel de sus seguidores.»13 Velázquez llega a penetrar la realidad como acaso sólo Rembrandt lo conseguirá en el otro extremo de Europa. Así, en el coro de la pintura europea del Seiscientos, sobre la retórica cortesana y exquisita, con indudables logros artísticos, de los Rubens, Van Dyck, los pintores de la Academia francesa o los fresquistas italianos o las nostálgicas y melancólicas arqueologías de Poussin, sobresale la profundidad humana del Sevillano, su búsqueda apasionada del color-luz y del espacio-tiempo, que habrá hecho sin duda lo más rico y fecundo de toda la pintura barroca, iniciando el camino de la independencia del color de la forma que concluye triunfalmente en las Nympheas de Monet.
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